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Aunque en los pueblos la miseria ocasionada por el estraperlo fue menor que en las ciudades, la miseria de la autarquía no pasó de largo. Como refieren los testimonios orales de sus protagonistas, “se pasó más hambre que sed”, al menos había fuentes. Las cartillas de racionamiento, el estraperlo, el intercambio, la sustitución de alimentos y la corrupción de las instituciones son recuerdos imborrables. El racionamiento, cuando lo había, era escaso y de calidad ínfima, en buena medida debido a que, en algunos casos, los que ocupaban cargos públicos lo robaban. Se cuenta que por la mañana salía un carro tan cargado de la apropiación del racionamiento y que un hombre ofreció, satíricamente, su ayuda y la guardia civil le pegó. Un alcalde se quedaba con tanto aceite del racionamiento que un día, por un accidente doméstico, el aceite salía a la calle. Cuando se requisaba la harina de trigo de los molinos, ilegal según el ordenamiento vigente, esta pasaba a manos los requisadores. Otras veces, para evitar la denuncia, se entregaba harina a la guardia civil, también afectada por el mismo problema. Eso sí, algún alcalde era estricto con el pequeño (y obligado) estraperlo y publicaba el bando el nombre de los que se había detenido por robar unas cebollas para comer. Otros, en cambio, permitieron el estraperlo, único recurso para comer.
El término de Montserrat era deficitario en aceite, moniatos, cebada, maíz, trigo, patatas, esto es, productos básicos de la dieta. El ineficaz racionamiento podía ser completado con el mercado negro (o estraperlo) pero el descenso salarial y el carácter siempre inflacionario del estraperlo (“8 o 10 voltes més del preu normal”) forzaron a un retorno de una economía de trueque, ya que el dinero perdía su valor. Por la noche pasaba una niña con una canastilla que cantaba “sardines barat a ous”. O se intercambiaban las pieles de conejos.
La vida era más activa por las noches y por los caminos. Niños y mujeres viajaban con sacos hasta un molino de Llombai o al Molí de Tinyós de Elías Blasco para intercambiar maíz por harina o a Picassent a por arroz o a la Huerta Sur. En los molinos maquileros se molía de noche las escasas cosechas familiares, aunque se cerraban continuamente, como el de Tinyós en 1940, para favorecer a los grandes molinos.
Como había que sobrevivir, se picaba en casa arroz, pero un arroz rojo, se comían algarrobas, hierbas silvestres (amapolas, camarrojas), se freía sin aceite, se fumaba la mata de las patatas, las legumbres (guisantes) se compartían con arroz, se mezclaba la escasa harina de trigo con otras, el moniato intentaba llenar el estómago. Sobre todo, se comían cocas de maíz, de una harina amarilla. Los pequeños hurtos eran actos de supervivencia. Se dejaba a los niños vigilando la comida durante las labores agrícolas ya que se robaba. Se intentaba una mínima apariencia a base de remiendos y los Reyes dejaban lo que podían.
La autarquía también ocasionó la detención del proceso de modernización agrícola. A principios de los cincuenta todavía era una agricultura atrasada tecnológicamente, con 225 carros frente a un camión. Todavía se necesitaba ir a segar a Castilla, al arroz de la Ribera, a Francia y pervivía el pago a las tiendas al volver de estos trabajos. También la búsqueda de nuevos negocios, como el Balneario de la Buscaita. Cuando la autarquía iniciaba su declive desde 1952, la viña y sus productos comerciales ampliaron su presencia para unirse a la carrera exportadora posteriormente con el moscatel. El agua, siempre deseada empezó a llegar para diversificar el agro local en los sesenta, con el naranjo.