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La agricultura del secano mediterráneo era el centro de la vida de los 2.009 hombres y mujeres de Montserrat en 1930, especializada en la viña, pero con un crecimiento de cosechas como la uva de mesa, la almendra o los guisantes. El resto de cultivos eran algarrobas y, en menor grado, cereales, olivar y hortalizas o maíz en pequeñas huertas. El regadío era apreciable, un 10,8% de la superficie cultivada. Desde el siglo XIX se habían formado grandes explotaciones con sus icónicas masías (Sant Josep, l’Estrela…) de propietarios forasteros. En los años treinta, seis terratenientes poseían al menos el 25% de la tierra (Busutil, Llombart o los Baraja…), los jornaleros suponían el 53% del sector agrícola (294 hombres) y los propietarios de alguna parcela el 47% (265), aunque necesitaban el trabajo asalariado. En las puertas de los casinos o en la Plaza de la Iglesia esperaban los jornales. El monocultivo vinícola provocaba la emigración temporal (segar arroz o trigo), o permanente (filoxera), así como un endémico paro estructural, agravado por cualquier alteración climatológica o de los mercados. Las crisis de trabajo, que provocaban el hambre, se repitieron durante los años treinta. Para sobrevivir se buscaban alternativas como los fornilleros. La única industria de consideración era de yeso.
Como en todos los pueblos, la vida cotidiana estaba definida por las diferencias sociales visibles en la distribución de la población en el casco urbano, en las viviendas, la sociabilidad, el propio vestuario o, como en Montserrat, por la riqueza de los azulejos de las cocinas-comedores. El centro reunía a la élite social de propietarios y profesiones liberales, con sus grandes casas y sus fachadas decoradas. La exigua clase media estaba compuesta por los pequeños propietarios, artesanos o comercios.
Las familias de los trabajadores (calles como Sant Domenech o Mitjà Galta) intentaban sobrevivir con el trabajo infantil y el femenino (como las paseadoras de niños) en la panera con agotadoras jornadas: “Senyó amo, senyó amo, les manetes mos fan mal, que han tocat les cinc i mitja i encara estem estisorant”. Siempre sometidos al paternalismo o a las imposiciones de los poderosos. Los jornales escasos apenas daban para comer pan mezclado con maíz, legumbres, alguna salazón, bacalao o tocino de cerdo. La desnutrición consiguiente, la ausencia de alcantarillado y el hacinamiento de las extensas familias obreras promovían la extensión de enfermedades infecto-contagiosas (tifus, tuberculosis). Las calles eran de tierra. La carencia de agua corriente en las casas favorecía que las fuentes públicas (Busutil, Raval…) sirvieran como lugares de sociabilidad del vecindario.
El ritmo de la vida estaba marcado por la tradición festiva religiosa (Sant Roc, Carnaval…) y diversiones como los bailes de los domingos o de Pascua. La pelota todavía era el deporte tradicional, aunque el fútbol ya despuntaba. En 1927 se inauguraba el Cine Sorolla (la “Cebera”), por lo que se introducía la sociedad de masas. En los casinos también se representaba teatro. Destacaba, especialmente, la afición taurina.