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La crisis diplomática iniciada a finales de junio de 1914, se convirtió hasta 1918 en una Guerra Mundial, puesto que todos los continentes se vieron afectados. La revolución tecnológica de producción en masa, la capacidad de movilización de los estados (unos 65 millones de combatientes) y la estrategia militar de la guerra de trincheras, convirtieron este conflicto en una catástrofe humana sin precedentes: unos 10 millones de militares muertos y siete entre los civiles, millones de mutilados, afectados por el trauma de guerra, refugiados, violencia de género…
La Gran Guerra cambió el mapa de Europa. La derrota de los imperios Ruso y Austro-Húngaro supuso su desintegración y la aparición de 28 nuevos estados democráticos (Yugoeslavia, Austria…) patrocinados por Estados Unidos en los tratados de paz. En la Rusia de los zares, el triunfo de la revolución comunista en 1917, inauguró una de las principales señas de identidad del siglo XX, entre la fascinación y el repudio contrarrevolucionario que se extendió a cualquier proyecto reformista, además de separar al comunismo de la socialdemocracia.
Esta expansión de la democracia y los nuevos medios de comunicación y ocio como el cine, la radio, la música o el deporte (fútbol, Olimpiadas) generaron una sociedad de masas de carácter cosmopolita en la que también participaban activamente la clase obrera y las mujeres con el auge del sufragismo, a través de la prensa, la opinión pública y las elecciones.
Sin embargo, la inhumanidad de la guerra provocó una “cultura del pesimismo” que cuestionaba los ideales liberales de progreso y tolerancia, una “cultura de la violencia” en la política y una “cultura del miedo” como el anticomunismo o el rechazo contra la emigración (como la Ley Seca en Estados Unidos). En este contexto apareció el fascismo, una revolución conservadora antidemocrática y antisocialista. Promovía la unidad de la sociedad alrededor de una comunidad nacional cohesionada a través del populismo, la propaganda, un partido único y un líder carismático. Para la oposición, se reservaba la violencia y la exclusión.
Aunque el fascismo había triunfado en Italia con Benito Mussolini (1922), la Gran Depresión iniciada en 1930 favoreció su extensión. La crisis económica produjo millones de parados, sin una red social que los amparase y la destrucción de la clase media. Así, las únicas alternativas parecían venir del cuestionamiento de la democracia desde el totalitarismo. El fascismo alcanzaba el poder en Alemania en 1933, e influía en los partidos de derecha y en las dictaduras que crecían por Europa. Por otra parte, la Unión Soviética comunista se presentaba como el “Paraíso de los trabajadores” con su proyecto igualitario pero totalitario.